sábado, 29 de mayo de 2010

la costa de sotravento


En un capítulo anterior se ha hablado de un tal Bulkington, un marinero alto, recién desembarcado, a quien conocí en el mesón de New Beldford.

Pues bien: mientras el Pequod se lanzaba a cortar con su denodada proa las frías y malignas olas, en aquella estremecedora noche de invierno, ¿a quién diríais que me encontré al timón? ¡Al propio Bulkington! Contemplé con respetuoso temor y simpatía a aquél hombre que, en el rigor del invierno, y apenas desembarcado de un peligroso viaje de cuatro años, se lanzaba sin descansar de aquel modo, a otra borrascosa travesía. Parecía como si la tierra le quemase los pies. Las cosas más maravillosas son siempre aquellas que no pueden expresarse, los recuerdos más sentidos no dejan epitafios. Este capítulo brevísimo constituye la tumba sin lápida de Bulkington. Permitidme decir que corrió la suerte del barco en la galerna, mortalmente impulsado sobre la costa de sotravento. Piadoso, quisiera el puerto acogerle. En él se encuentra la salvación, comodidades, chimenea, cena, mantas abrigadas, amigos, todo aquello en que se complace nuestra naturaleza mortal. Pero en aquella galerna el puerto, la costa, constituyen el principal riesgo para el buque. Ha de huír de toda hospitalidad, un ligero contacto con tierra, con solo rozar la quilla, la haría estremecerse enteramente. Tiene que desplegar todas sus velas, esforzarse al máximo por alejarse de la costa. Luchando de esta suerte contra los propios vientos que quisieran impulsarle a tierra, buscando el mar ilimitado, abierto, pues su salvación estriba únicamente en lanzarse de modo desesperado al peligro, que es su único amigo y su más acerbo enemigo.

¿Conocéis ahora a Bulkington? Parecéis observar atisbos de esa verdad mortalmente insoportable: todo pensamiento angustiado y profundo no refleja sino el intrépido esfuerzo de un alma para mantener la libre independencia de sus mares, mientras los vientos coaligados del cielo y de la tierra conspiran para arrojarla a la playa falaz y esclavizadora.

Más como únicamente en este destierro reside la más elevada verdad, sin horizontes, indefinida, como Dios, resulta mejor perecer en este rugiente infinito que vivir reprimido en la tierra, aunque esta suponga la seguridad. ¡Quede esta para las criaturas con rasgos de gusanos que, temerosas, prefieren reptar sobre la tierra!, ¡terror de los terrores! ¿Será vana toda esta agonía? ¡Arriba el corazón Bulkington! De la espuma de tu muerte en el seno del Oceano surge, hacia las nubes, tu apoteosis.


Capítulo XXIII de Moby Dick, o la ballena blanca, de Herman Melville

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