miércoles, 18 de agosto de 2010

no era más que un hombre



El hombre no vive únicamente su vida personal como individuo, sino que también, consciente o inconscientemente, participa de la de su época y de la de sus contemporáneos. Aunque inclinado a considerar las bases generales e impersonales de su existencia como bases inmediatas, como naturales, y a permanecer alejado de la idea de ejercer contra ellas una crítica, el buen Hans Castorp es posible que sintiese vagamente su bienestar moral un poco afectado por sus defectos. El individuo puede idear toda clase de objetivos personales, de fines, de esperanzas, de perspectivas, de los cuales saca un impulso para los grandes esfuerzos de su actividad; pero cuando lo impersonal que lo rodea, cuando la época misma, a pesar de su agitación, está falta de objetivos y de esperanzas, cuando a la pregunta planteada, consciente o inconscientemente, pero al fin planteada de alguna manera, sobre el sentido supremo más allá de lo personal y de lo incondicionado, de todo esfuerzo y de toda actividad, se responde con el silencio del vacío, este estado de cosas paralizará justamente los esfuerzos de un carácter recto, y esta influencia, más allá del alma y de la moral, se extenderá hasta la parte física y orgánica del individuo. Para estar dispuesto a realizar un esfuerzo considerable que rebase la media de lo que comúnmente se practica, sin que la época pueda dar una contestación satisfactoria a la pregunta "¿para qué?", es preciso un aislamiento y una pureza que son raros, y una naturaleza heroica o de vitalidad particularmente robusta. Hans Castorp no poseía ni lo uno ni lo otro, no era, por lo tanto, más que un hombre; un hombre, en uno de sus sentidos más honrosos.

[...]

Insistimos aquí sobre reflexiones que ya hemos iniciado antes y que nacen de suponer que una alteración de la vida personal por la época es capaz de ejercer una influencia verdadera sobre el organismo físico del hombre. ¿Cómo era posible que Hans Castorp dejase de respetar el trabajo? Esto hubiera ido contra la naturaleza. Las circunstancias debían hacérselo aparecer como una cosa eminentemente respetable. En el fondo no había nada respetable fuera del trabajo; era el principio ante el cual uno se afirmaba o se mostraba insuficiente, era el absoluto de la época. Su respeto hacia el trabajo era de naturaleza religiosa y, por lo que él podía darse cuenta, indiscutible. Pero se planteaba también la cuestión de saber si lo amaba; eso no podía conseguirlo, por profundo que fuese su respeto, por la sencilla razón de que el trabajo le era difícil. Un trabajo sostenido irritaba sus nervios, lo agotaba rápidamente, y reconocía con franqueza que en resumen, amaba más el tiempo de libertad, el tiempo sobre el que no pesaba el plúmbeo peso de una labor penosa, el tiempo que se extendía ante él libre y no jalonado con obstáculos que había que vencer rechinando los dientes. Esta contradicción en su actitud respecto al trabajo debía ser necesariamente resuelta. ¿Había que suponer que su cuerpo y su espíritu -primero el espíritu y luego el cuerpo- hubiesen estado más alegremente dispuestos y hubiesen sido más resistentes al trabajo si, en el fondo de su alma, donde él no veía muy claro, hubiese podido creer en el trabajo como en un valor absoluto, como en un principio que respondía por sí mismo, y tranquilizarse con este pensamiento? No planteamos aquí la cuestión de si era mediocre o algo más que mediocre, cuestión a la cual no queremos contestar brevemente. Pues no nos consideramos, en modo alguno, como apologistas de Hans Castorp y emitimos la suposición de que el trabajo le molestaba sencillamente para el tranquilo disfrute de los María Mancini.

Fragmento de La Montaña Mágica, de Thomas Mann.

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