sábado, 4 de mayo de 2013

¿De qué servirá construir un templo invisible?




Pienso y sé todo esto, tendido en el oscuro recuerdo de un día de verano, sin haber dominado, ni haber siquiera intentado fríamente dominar, el arte del jeroglífico tosco. Aun antes de comenzar, me asquean los esfuerzos de los maestros consagrados. Sin la capacidad ni el conocimiento para construir una entrada en la fachada del gran edificio, critico y deploro la propia arquitectura. Si yo fuera un simpe ladrillito de esta vasta catedral de fachada anticuada, me sentiría infinitamente feliz; tendría la vida, la vida de la estructura entera, aun siendo una parte infinitesimal de ella. Pero estoy por fuera, soy un bárbaro que no puede hacer ni un esbozo tosco, y mucho menos un plano, del edificio que sueña con habitar. Sueño con habitar un nuevo mundo magnífico y deslumbrante que se derrumba en cuanto se encienden las luces. Un mundo que se desvanece pero no muere, porque basta que me quede inmóvil otra vez y que mire fijamente y con los ojos bien abiertos a la oscuridad para que reaparezca… Así pues, hay en mí un mundo que es totalmente diferente de cualquier mundo que conozco. No creo que sea propiedad mía exclusiva: lo único que es exclusivo es mi ángulo de visión, en el sentido de que es único. Si hablo el lenguaje de mi visión única, nadie entiende; puede erigirse el edificio más colosal y, aun así, éste puede permanecer invisible. Esa idea me obsesiona. ¿De qué servirá construir un templo invisible? 

Sexus, Henry Miller.

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